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Un buen ejemplo es la actitud hacia la revuelta árabe y, muy en particular, el caso de Libia. Hay amplios sectores antisistémicos –o que dicen serlo– que simpatizan con Kadafi, observan la revuelta en su contra como una maniobra occidental y no dan mayor importancia a la masacre que el régimen está haciendo contra su propio pueblo. Una parte de este sector, y no me refiero sólo a algunos gobernantes, siguió con simpatía las revueltas triunfantes en Túnez y en Egipto, pero no así en aquellos países cuyos gobiernos tienen algún grado de enfrentamiento con Estados Unidos. Una hipotética revuelta popular en Irán, o en China, por ejemplo, no sería acompañada por amplios sectores que se entusiasman con revueltas similares en otros países.
Esta es apenas una de las múltiples contradicciones que atraviesan el campo anti imperial-capitalista. Todo indica que a medida que la crisis se vaya profundizando y las contradicciones se hagan más virulentas y complejas, las diferencias se harán mayores. Sin pretender agotar el tema sino apenas abrir un debate, parece necesario abordar cuatro aspectos en los que hoy se manifiestan hondas diferencias.
El primero es la actitud hacia el Estado. En el seno de los antisistémicos hay por lo menos dos posiciones contrapuestas: convertirse en Estado o rechazar ese camino para construir algo diferente. Parece evidente que la mayor parte de los movimientos están a favor de la primera opción, para la cual trabajan de modo consistente ya sea por la vía electoral o por la insurreccional o, más frecuentemente, combinando las dos. A medida que se profundiza la descomposición del sistema, parece crecer la oposición interna a los gobiernos progresistas y los alineados con el socialismo del siglo XXI, lo que tiende a reabrir un debate que iniciaron los zapatistas y algunos intelectuales en la década de 1990.
Los problemas que presenta este camino son evidentes y en esa coyuntura se hacen aún más nítidos. El riesgo de legitimar el orden mundial y de usar el aparato estatal para lo que realmente ha sido creado: controlar y reprimir a los de abajo.
La segunda cuestión ha sido planteada semanas atrás por Immanuel Wallerstein al destacar las diferencias entre quienes optan por el desarrollo y la modernidad y quienes llaman a un cambio civilizatorio, sobre todo los movimientos indígenas que apelan al "buen vivir". Es cierto que este es un asunto crucial del cual depende el modo como se vaya a resolver la crisis sistémica, pero no está en absoluto separado de la primera opción.
Si las fuerzas que buscan cambiar el mundo optan por el camino estatal, esa lógica impone sostener el Estado del que se han hecho cargo y, en consecuencia, deben asumir el desarrollo y profundizarlo. Es lo que están haciendo los gobiernos sudamericanos a través del extractivismo. Los estados necesitan recursos urgentes e ingentes que sólo pueden conseguir cediendo territorios a la acumulación por desposesión, lo que inevitablemente choca con la resistencia de los pueblos indígenas, con campesinos y pobres urbanos.
En teoría, se puede argumentar, habría otros caminos desde el Estado. Pero los hechos dicen lo contrario. El resultado es una creciente polarización social y política, inherente al extractivismo, que hace que el Estado sea cada vez más Estado y las resistencias cada vez más porfiadas. Por el contrario, los que rechazan el camino estatal se han abocado a construir formas de poder rotativas, territoriales o no, que ya no responden a la familia de los estados-naciones.
El tercer problema se relaciona también con estas opciones. Las fuerzas antisistémicas pertenecen a dos grandes familias culturales: las que responden a la forma-Estado, como los partidos, y las que anclan su potencia en las diversas formas que asumen las comunidades. Éstas pueden ser las tradicionales comunidades indígenas renovadas y democratizadas, o bien comunidades urbanas y campesinas, pero siempre responden a otra forma de construcción.
En las coordinaciones entre estas fuerzas, por más flexibles y horizontales que sean, la cultura de la representación y la de la democracia directa suelen chocar y los entendimientos no son sencillos. Pero tienden a ser las organizaciones estadocéntricas –desde los partidos y las grandes centrales sindicales hasta las ONG– las que terminan apoderándose de los espacios comunes, monopolizando la palabra y convirtiéndose en representantes de la diversidad que, mal que nos pese, queda marginada.
No niego que en este terreno se ha avanzado bastante, que se ha conseguido construir espacios colectivos donde el respeto a la palabra y la identidad de los otros es incomparablemente mayor que antaño. Sin embargo, estamos ante una dificultad que debe ser debatida y no ocultada.
En cuarto lugar, está la cuestión de la ética. ¿Es posible compatibilizar Estado y ética? Para ser más preciso: ¿cómo se puede llevar ética a un tipo de relación, como la estatal, que separa rigurosamente medios y fines? El Estado es una relación instrumental, racional, vertical, una herramienta adecuada para mandar mandando que no puede mandar obedeciendo porque entraría en implosión, si es que su propio modo de hacer no lo impide por la fuerza.
En estos momentos tan cargados de esperanza que vivimos, asumir estos debates con serenidad supone aceptar los límites de ambas estrategias. Quienes apostamos a un camino no estatal sabemos que no estamos en condiciones, por el momento, de ir más allá de experiencias locales y regionales. Unos y otros nos necesitamos y podemos hacer juntos, a condición de colocar la honestidad y la ética en el timón de mando.
FUENTE: http://www.jornada.unam.mx/2011/03/11/index.php?section=opinion&article=025a2pol
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