En nuestro país,
todo lo que hace o deja de hacer la industria salmonera lo decide ésta. Ella
determina donde instala las pisciculturas y las balsas-jaulas, el tamaño de las
concesiones, la magnitud de la producción, las dimensiones de las
balsas-jaulas, las características de los alimentos, las dosis y las formas de
administrar los antibióticos a los peces; la capacidad acuícola de una porción
de agua en un lago o en un sistema marino; como ha de fiscalizarse su propia
producción, etc.
En síntesis, todo
aquello que es esencial para regular la gestión ambiental de la industria lo
determina ésta. El Estado, a través de sus oficinas ambientales, eventualmente
solo cumple el rol de revisar lo que la industria salmonera declara.
Para el Estado
chileno y sus órganos con jurisdicción en el tema de la acuicultura, cultivar
una hectárea de salmones es equivalente a cultivar una hectárea de choritos.
Para tan disímiles actividades el Estado usa el mismo instrumento de
evaluación: una declaración de impacto ambiental.
La escasa
fiscalización por parte del Estado a través del Servicio Nacional de Pesca
(SERNAPESCA), que no posee una flota propia para llegar hasta los centros de
cultivo, principalmente los de engorde, y la debilidad de las sanciones
impuestas a los centros infractores de las ya laxas regulaciones existentes en
los años previos a la crisis del virus ISA, permitieron a la industria
salmonera hacer de los ambientes acuáticos un campo libre para las peores
prácticas ambientales posibles.
Así, previo a la
crisis, la pesca artesanal y ONGs ambientalistas habían denunciado una gran
variedad de “conflictos ambientales” protagonizados por la industria salmonera
en cada etapa de su proceso productivo (desde el ingreso de ovas importadas
hasta la fase final de engorde de peces en balsas-jaulas flotantes) y por cada
una de las actividades asociadas a ellas, como talleres de lavado y confección
de redes, plantas de proceso y hasta en el traslado de mortalidades y de peces
vivos por vía marítima o terrestre.
Sin embargo, durante
los años de la crisis (de 2007 a 2009), las empresas salmoneras mantuvieron las
mismas malas prácticas ambientales de los años previos, favoreciendo la
dispersión y contagio de la enfermedad viral.
Por ejemplo, aunque
las nuevas disposiciones sanitarias señalaban que las mortalidades por virus
ISA debían acumularse en recipientes plásticos herméticos (“bines”) acopiados
en plataformas de mortalidades separadas de las unidades de crianza
(balsas-jaulas) las empresas salmoneras AquaChile y Los Fiordos, entre otras,
persistieron en mantener sus cadáveres de salmones en los pasillos de los
centros de cultivo, en contacto directo con el agua e incluso flotando al
interior de las mismas balsas- jaulas.
Otras decenas de
infracciones a los reglamentos y programas sanitarios modificados o elaborados
como respuesta a la presencia de ISAv en Chile, cometidos por las distintas
empresas salmoneras en las tres regiones australes del país, han sido
constatadas por los organismos fiscalizadores de la gestión ambiental de la
industria salmonera.
Así como el caligus
ha sido un factor natural incontrarrestable para la industria, también han sido
estériles los esfuerzos desplegados para que la propia industria respete las
reglas y las leyes que buscan proteger al medio ambiente (y a ella misma) de la
degradación ambiental que es capaz de generar. Se trata de una extraña afinidad
por mantenerse siempre al margen de la normativa la que cruza cada una de las
distintas fases que contempla, en Chile, la producción de salmónidos.
De esa manera, tanto
por sus fracasados intentos para controlar al caligus como por su tendencia a
no respetar “las reglas del juego”, la industria salmonera en Chile ha iniciado
el camino a su agonía final.
Héctor Kol
tienen la pura kaga:
ResponderEliminarhttps://www.youtube.com/watch?v=fnrEWJdoKKk