martes, 31 de julio de 2012

Poder popular y derechos sociales

Maduraciones inimaginadas del capital humano en Chile


Artículo publicado en la revista comunista libertaria "Política y Sociedad"



1. Entrada en asunto. Los derechos sociales v/s la lógica del capital humano

En el presente artículo intentaremos demostrar que las luchas por derechos sociales en áreas como habitación, salud, medioambiente, previsión, y, en especial, educación, abren un espacio político para aquello que la izquierda de intención revolucionaria ha denominado poder popular. El punto de partida no deja de ser paradójico, por cuanto pareciera que toda alusión a un derecho es, inmediatamente, invocación al estado de derecho, en circunstancias que el poder popular en América Latina fue planteado como una crítica práctica a dicho estado de derecho. En este plano, lo que las políticas del poder popular propugnan, es que únicamente el demos, por sí y ante sí, pueda co-instituir autogestionariamente el derecho como un instrumento para la justica sustantiva. Tal justicia supone la igualdad de todos con todos; igualdad de riqueza, de libertad y de dignidad.

El derecho no es en sí mismo un antagonista de esta igualdad, pero sí lo es su comprensión moderna -suscrita por buena parte de la izquierda- que lo pone como fundamento de la política. De allí nace la afirmación de que la sociedad, como tal, solo puede existir gracias a un contrato social cuya máxima evolución se expresa en el estado de derecho. En este enfoque, las relaciones sociales y la vida en común, serían incapaces de sostenerse por sí mismas, ya que siempre habrían requerido de una superestructura jurídico-estatal que las organice desde arriba.

Recientemente en Chile, esa concepción moderna del vínculo entre derecho y política, recibió un fuerte espaldarazo con la construcción mediática de los sucesos posteriores al terremoto de 2010. Los saqueos y la acción de las pobladas fueron editados para comunicar que, por debajo del orden estatal, solo puede haber una naturaleza humana inclinada a la barbarie, a la guerra de todos contra todos, o, en el mejor de los casos, “salvajes” tan “buenos”, que al entrar en relaciones sociales se turban, hasta que una voluntad general expresada en estado los sacude y endilga. Por supuesto que frente a la catástrofe del terremoto y sus develaciones, también fueron esgrimidos elementos de análisis más rupturistas, como el de los malestares sociales latentes, o incluso el déficit de vínculos comunitarios, pero, en general, se pensó que las masas populares seguirían en derivas coléricas o melancólicas, hasta no ser ordenadas en función de un proyecto estatal.

Por su parte, el gobierno saliente, y sobre todo el entrante, aprovecharon para advertir al pueblo chileno sobre los enormes esfuerzos en que debería participar para reconstruir el país. Fue un gran momento para que los sectores dominantes hicieran llamados a la solidaridad sin temor a dañar las bases individualistas, competitivas e insolidarias de su dominación. Se aprovechó de machacar que “el carácter esforzado del chileno”, curtido en las catástrofes, era naturalmente contrario a “pedir las cosas gratis”. Aquí, la construcción mediática del posterremoto jugó un papel político aun más específico. Se buscó exhibir los rostros de cada individuo que había aprovechado la ocasión para tomar algún bien sin el esfuerzo de pagar por él. Se quiso mostrar que “no pagar por las cosas”, era algo propio de mentes abyectas, incapaces de sensibilizarse con el drama que vivía el país en medio de aquel desastre. Por eso fue tan interesante que Marcelo Bielsa dijera: “Si hubiera podido, me robaba el plasma”. En efecto, toda la máquina de legitimación y seducción social del capitalismo se ha fundado en la cuestión del esfuerzo, y no solo el individual, sino el esfuerzo en sentido abstracto y sacrificial.

Lo Sacro del capitalismo es el esfuerzo, y su doctrina más avanzada es la teoría del capital humano. Según ésta, todos dispondríamos de un capital consistente en nuestras facultades físicas e intelectuales, innatas o adquiridas; de manera que el desarrollo económico requiere que cada sujeto se asuma como empresario de sí mismo. Según lo probaron los llamados a la unidad nacional después del terremoto 2010, el capitalismo no es totalmente un anti-colectivismo, sino que propone una forma de colectividad específica y acotada, consistente en la empresarialidad; de modo que cuando nos pide hacernos empresarios de nosotros mismos, no hay que pensar solo en individualismo, sino más bien en una forma de inocular la colectividad capitalista en el individuo. Esto le permite al capitalismo, entre muchas otras cosas, administrar los malestares colectivos en ese nivel despolitizado de la pura individualidad. Lo que se busca es que los sujetos interpreten su insatisfacción con la vida que llevan como el resultado de errores en la inversión de su capital humano. Es en este punto donde las reivindicaciones de derechos sociales vienen a indicar una fisura del modelo, y donde las políticas de poder popular pueden operar no solo como antecedente, sino como un plano para la composición de nuevos sentidos.

De vuelta a la coyuntura del terremoto 2010 y su construcción mediática, cabe destacar que el periodismo honesto se las fue ingeniando para mostrar elementos de un cuadro distinto al impuesto por sus patrones. Primero se mostró que también algunos ricos habían saqueado; segundo, que la enorme capacidad de consumo de un pequeño sector social lanzado al acaparamiento, había coadyuvado al desabastecimiento de bienes importantes; tercero, que las conductas criminales de mayor costo para la sociedad chilena, no tenían ni parangón con los saqueos, pues consistieron en gravísimas negligencias de la empresa privada, del estado y de sus fuerzas armadas; y cuarto, que el desastre hubiese sido peor, y su recuperación inabordable, sin el concurso de algunas comunidades que, precariamente, ejercieron la ayuda mutua sin por ello dejar de demandar al gobierno. Una fuerza subjetiva, vaga e imprecisa, comenzaba entonces a tomar a contramano el discurso capitalista de los esfuerzos interminables.

Así, el 2011, los movimientos regionalistas, ambientalistas, de pobladores y sobre todo estudiantiles, trajeron, entre otras, la novedad de plantear algunas de sus demandas más importantes en términos de derechos sociales o derechos universalmente garantizados. En principio, esta fórmula podría verse como alejada del carácter autogestionario del poder popular, ya que adjudica al estado la garantía de tales derechos. No obstante, el contexto histórico en el que estos derechos están siendo invocados, nos hace inferir algo diferente. En primer lugar, los derechos sociales garantizados no han aparecido en los discursos públicos como una doctrina jurídica abstracta, sino como un recurso expresivo de luchas sociales concretamente enfrentadas al estado chileno y su gobierno. En segundo lugar, los sujetos que han apelado al discurso de los derechos sociales no los han reivindicado como facultades inherentes a sus individualidades (lo que clásicamente hace la burguesía con el derecho a propiedad), sino más bien como cualidades de un actor colectivo. En tercer lugar -pero derivado de los dos anteriores- el apelativo social de estos derechos remite a su carácter sustentado en relaciones sociales específicas, es decir, en los esfuerzos cooperativos que producen la riqueza necesaria para ejercerlos. Podemos entonces agregar que son los enormes esfuerzos desplegados en el mundo del trabajo contemporáneo, los que indican a los sujetos que la riqueza necesaria para los derechos sociales ya está siendo cotidianamente producida por ellos mismos.

2. Precisiones en torno al poder popular y su relación con el estado de derecho

La noción de poder popular apareció durante la segunda mitad del siglo XX como parte de un largo debate al interior de lo que llamaremos el leninismo latinoamericano. Los Partidos Comunistas adscritos a la III Internacional desarrollaban una estrategia que enfatizaba en el cumplimiento –previo a la revolución socialista- de ciertas tareas asociadas al “desarrollo de un capitalismo nacional” y de una “revolución democrático burguesa”. Esta visión se amparaba en un marxismo deducido del famoso prólogo a la “Contribución de la crítica de la economía política” de 1859 y de su sentencia: “Ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella, y jamás aparecen nuevas y más elevadas relaciones de producción antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan madurado dentro de la propia sociedad antigua.” Esta izquierda pro soviética sostenía –correctamente a nuestro entender- que a su vez Lenin había basado sus análisis políticos en el marxismo ya citado, fundador además de la célebre distinción entre superestructura y base material de la sociedad. Marxismo que en aquella época (y lamentablemente aun en la nuestra) era entendido por muchos como el “único verdadero”.

Por otra parte, sobre todo después de los decepcionantes resultados de las revoluciones guatemalteca (1944-1954) y Boliviana (1952), sectores de izquierda largamente opuestos a los partidos de la III Internacional, plantearon que la revolución con carácter directamente proletario y socialista debía constituir una tarea inmediata para los leninistas latinoamericanos. Nacía de ese modo, una parte importante de lo que en casi todo el mundo se conocería como la izquierda revolucionaria. Puesto que en el propio proceso revolucionario ruso podía leerse el desarrollo –algo comprimido- de una revolución democrático burguesa previa a la de octubre; la izquierda revolucionaria leninista latinoamericana prefirió concentrarse en los textos de Lenin asociados a la fase insurreccional de aquel proceso. Cobró entonces preeminencia la cuestión de la dualidad de poderes en la revolución rusa analizada por Lenin y, ex post, por Trotski. Esta teoría del poder dual constituyó una de las bases más fundamentales para las políticas de poder popular en América Latina. A esta teoría se agregó el análisis del triunfo revolucionario chino y de la guerra popular en Vietnam. En todos estos procesos se observó que partidos fuertemente centralizados, fueron capaces de promover y acoplarse al desarrollo de organizaciones propias de las clases dominadas, las que ejerciendo una democracia directa y federativa, lograron llevar adelante un gobierno paralelo al legalmente constituido, hasta hacer del partido un órgano capaz de acabar con el estado que ejercía la dominación de clase y reemplazarlo por otro de carácter revolucionario.

Ahora bien, dada la oposición de la izquierda revolucionaria leninista latinoamericana a la hegemonía soviética, y bajo el impulso recibido desde 1959 por la revolución cubana, las políticas del poder popular marcaron rupturas relativas con la teoría rusa del poder dual. En tal sentido, podemos distinguir al menos tres niveles. En el primero, la ruptura se remitió al truismo de la especificidad latinoamericana. Aquí, las políticas del poder popular aparecieron como intentos de adaptar la dualidad de poderes bolchevique al caso latinoamericano, para obtener triunfos que, sin embargo, no hacían distinciones cualitativas profundas entre el de 1917 y el de 1959. En un segundo nivel, se enfatizó una ruptura con los resultados burocratizantes del poder dual triunfante en Rusia. En este nivel se destacó que las políticas del poder popular debían prefigurar un poder de clase destinado a impedir el anquilosamiento estatal de la organización revolucionaria. En el tercer nivel se rahabilitó un punto de vista anarquista que había sido execrado por el propio Lenin, poniendo en ruptura la distinción misma entre clase y organización, de manera que las políticas del poder popular fueron vinculadas con la destrucción; no inmediatamente del estado como universal abstracto; sino de las relaciones estatales en el seno de la clase explotada, para desde allí reemplazar a la(s) institución(es) estatal(es) por la libre asociación de las comunidades.

Esta última aproximación compleja al poder popular es la que orienta el trabajo analítico del presente artículo. No se contrapone con los dos primeros niveles de ruptura; tampoco con la experiencia concreta de empoderamiento de los soviets, y ni siquiera con ciertas perspectivas libertarias sobre el poder dual señaladas por Lenin en el “Estado y la revolución”; pero trata de radicalizar el imaginario del poder de las bases hasta un punto que supere su mera funcionalidad en eventuales asaltos al poder. Utilizamos la expresión “imaginario”, en el exacto sentido de una creación colectiva revolucionaria de la realidad, opuesta a la forma de los diseños políticos y estratégicos derivados de contradicciones ya supuestamente determinadas por un orden de lo real (como en el análisis “marxista” del desarrollo de las fuerzas productivas v/s las relaciones sociales de producción).

En la actualidad, hay al menos tres gobiernos latinoamericanos que declaran impulsar el poder popular. En el caso boliviano se trata de un poder popular que enfatiza la potencia política de las comunidades andinas y populares. Se recupera aquí la teoría del poder dual, pero sobre todo la valoración que hace Lenin de la Comuna de París de 1871, basado en el relato encendido que Marx hizo acerca la toma de funciones públicas por el proletariado parisino organizado (obviando, eso sí, que lo que más caló en Marx, fue la angustia de la derrota, derivando en su decisión de transformar la Internacional Comunista, de organismo federativo a partido político). El otro gobierno latinoamericano que actualmente impulsa políticas de poder popular es el de Hugo Chávez en Venezuela. Allí los Comités Bolivarianos han sido concebidos como formas de autogobierno comunal y actúan bajo principios de consejalismo local, elegidos en asambleas populares que conservan la facultad permanente de revocar los mandatos. Cuba es el tercer caso, con sus CDRs, su Asamblea del Poder Popular y su ejército revolucionario. Cabe también mencionar que una multitud de movimientos sociales y orgánicas de izquierda reivindican el poder popular desde las selvas hasta las barriadas latinoamericanas, pasando por escuelas, universidades y fábricas recuperadas.

Con todo esto, los fundamentos teóricos y hasta los diseños instituyentes del poder popular, han conocido un enorme desarrollo. Enfoques como el de la democracia participativa, ajeno al discurso revolucionario fragoroso, dan cuenta del profundo impacto de las políticas del poder popular en medio de la actual gran crisis capitalista. Por supuesto que, tanto las experiencias de los gobiernos, como las de los movimientos sociales, están rondadas por al menos cuatro preguntas candentes que pueden importar el descarte del poder popular, o su rearticulación revolucionaria:

a) ¿Trabajan las dirigencias (gubernamentales, orgánicas, movimientales) para el poder popular, o se sirven de él para sostenerse como clases burocráticas dominantes en el caso de los gobiernos, o proyectarse a eso en el caso de las orgánicas y movimientos?

b) ¿Cabe hablar de poder popular con programas de gobierno avocados a tareas más propias de un capitalismo nacional que del socialismo?

c) ¿Cabe hablar de poder popular sin analizar las condiciones para una nueva violencia revolucionaria NO jacobina, es decir, que en su nivel social no sea el mero reflejo exaltado, agresivo y sacrificial del capitalismo, y que, en su nivel orgánico político, no se confunda con el fariseísmo militarista de los aparatos armados grandes y pequeños?

d) ¿Cabe hablar de poder popular sin distinguirlo de los principios de ciudadanía, constitucionalidad y soberanía nacional fundados en la revolución francesa?

Un interesante indicio para responder estas preguntas fue el que adelantó Víctor Toro en una entrevista concedida hacia el final del gobierno de Salvador Allende; el dirigente poblacional del MIR chileno señalaba:

“Nosotros valoramos la existencia de este gobierno, pues a pesar de sus debilidades e inconsecuencias, a pesar de sus conciliaciones de clase, ha permitido terminar lo que llamamos la “rutina represiva” del Estado burgués. Valoramos el gobierno, si, pero no amarrar el movimiento de masas como un apéndice de su política [pues] muchas veces ha actuado en forma contradictoria con las masas y éstas tuvieron que obligarlo a cumplir ciertas tareas, sobrepasándolo en sus objetivos, en especial para ganar más poder dentro de la sociedad. Esto no significa -y lo decimos claramente- que el dilema sea entre poder popular y gobierno (…) sino entre pueblo y Estado burgués. El Estado burgués no ha sido tocado, no ha sido destruido y permanece por tanto como instrumento de dominación en contra de los trabajadores. La tarea de la clase obrera es destruir el Estado capitalista y para ello debe desarrollar el poder popular, que progresivamente deberá enfrentar al poder de los patrones. Estos organismos del pueblo deben ser independientes del gobierno. Si el gobierno quiere mantener las luchas de los trabajadores dentro de la ley patronal habrá problemas entre los trabajadores y el gobierno, pero si -por el contrario- el gobierno se apoya en las luchas del pueblo, se encontrará una importante unidad, donde el instrumento gobierno podría servir como palanca de apoyo a la lucha por el poder.”

Conociendo además al enemigo que hoy tenemos en frente -un capitalismo económicamente colapsado por la escala de su competencia y que apela al imaginario sacrificial del esfuerzo con recompensas de consumo disociadas de la calidad de vida- se hace urgente desarrollar un poder popular capaz de autoevaluarse desde los procesos de subjetivación o de despliegue de la imaginación instituyente del proletariado.

En esa perspectiva, apuntamos que el acto más común de creación de los proletarios ha sido por mucho tiempo el de sustentar materialmente sus vidas, lo que incluye nucleamientos colectivos y rebeldías más o menos parciales frente al disciplinamiento de su potencia productiva. Esta creación proletaria no es en sí misma política, pero puede serlo al constituirse subjetivamente mediante un doble movimiento -conjunto y divergente- en que, por una parte, el sujeto se identifica como clase explotada, y por la otra, se desidentifica con esa posición social, organizándose autogestionariamente para su abolición. Tal constitución tampoco es espontánea o esencial, sino que comprende el acoplamiento de orgánicas de lucha dispuestas a componer una política específicamente autogestionaria desde esa indistinción entre sujeto, clase y organización.

Con todo lo anterior, el antagonismo del poder popular con el estado de derecho no puede ya expresarse -en los mismos términos del estado de derecho- como un proyecto de dictadura, así se añada para ésta un carácter proletario. Una política madura de poder popular, sabe advertir que históricamente los repliegues del estado de derecho han implicado avances cuantitativos de la arbitrariedad y el abuso; sin embargo, lo que las políticas del poder popular no cesan de denunciar y combatir, es la íntima relación histórica entre el estado de derecho y sus periodos de repliegue o “estados de excepción”.

Comparado con las autocracias y dictaduras, el estado de derecho comete menos arbitrariedades y abusos contra los sujetos populares, pero esas arbitrariedades y abusos describen un riguroso patrón cualitativo del que “sospechosamente” se desprende que los estados de excepción dictatorial (golpes militares) siempre sean decretados por y para las clases dominantes, aunque ellas resulten reconfiguradas después de gestionar dicho estado de excepción (lo que puede ocurrir tanto si los golpistas son de derecha como si son populistas de izquierda). Más aun, (a.) los estados de excepción siempre han sido decretados cuando el demos buscaba constituirse políticamente por medios alternativos a los de la delegación y representación de su poder. Y mucho más aun, (b.) los estados de excepción siempre han sido decretados cuando el demos buscaba realizar, en el nivel de la distribución de riquezas, el carácter directamente colectivo y cooperativo de su producción.

3. Capital humano y neoliberalismo de bienestar

La historia intelectual del neoliberalismo ha sido contada como la de una ideología que no toleró el término del “capitalismo salvaje” y se desarrolló entonces agazapada, esperando el mejor momento para destruir el “capitalismo de bienestar” laboriosamente construido en el siglo XX por la democracia representativa.

La primera falla de aquel relato es que los avances del bienestar jamás detuvieron el salvajismo fundamental del capitalismo. Las dos guerras imperialistas del siglo XX, y la represión sangrienta a los procesos de descolonización, lo atestiguan. La segunda falla del relato se refiere a ese carácter supuestamente agazapado del neoliberalismo durante la fase del capitalismo de bienestar.

Se olvida que antes de la famosa escuela de Chicago, Von Hayek y Von Mises tuvieron profundas relaciones con la llamada escuela de Friburgo en Alemania. De hecho, a esa universidad retornó Hayek en 1962 después de sus diez años en Chicago. Esta falla en el relato implica dos cuestiones que deberemos probar enseguida: (a) la filiación política cardinal de eso que llamamos neoliberalismo, es Demócrata Cristiana, y con solidas adhesiones socialdemócratas; (b) el bienestar que conocieron los trabajadores del capitalismo central y el fantástico crecimiento económico que lo sustentó en el periodo 1945-1973 (“los 30 años gloriosos”), no estuvo enmarcado únicamente por regulaciones económicas, sino también por una verdadera ideología de la “libertad de precios”. Para demostrar ambos puntos, consideramos importante partir del siguiente hito.

El 19 de diciembre de 1947 fue creado un “Consejo Científico” para la economía alemana en la zona ocupada por ingleses y norteamericanos. La mitad de este consejo estaba compuesta por miembros de la escuela de Friburgo, conocida también como escuela ordoliberal. La otra mitad estaba compuesta por connotados intelectuales socialistas y socialcristianos. El 18 de abril de 1948 este Consejo emitió un informe unánime en el que podía leerse: “El consejo opina que la función de dirección del proceso económico debe quedar en la mayor medida posible en manos del mecanismo de los precios.” Este planteamiento fue firmemente respaldado por el demócrata cristiano Ludwig Erhard, encargado económico alemán de la zona bi-ocupada. El 16 de junio de 1948, Erhard consiguió promulgar la famosa reforma monetaria que creó el marco alemán; seis días después, despachó la ley que liberó progresivamente los precios, con la feroz oposición de los sindicatos e –inicialmente- del Partido Socialista alemán, SPD.

Erhard continuó a cargo del “milagro alemán” como ministro de economía durante todo el gobierno de Adenauer (1951-1963) y lo sucedió como canciller hasta 1966. Es considerado padre de la “economía social de mercado” definida como la búsqueda del “Bienestar para todos” (título de uno de sus libros). Durante toda su larga gestión económica, Erhard fue asesorado por especialistas ordoliberales de la escuela de Friburgo, mismos con los que había asistido a dos de los hitos considerados fundamentales para el neoliberalismo: el coloquio Walter Lippmann en 1939, y la fundación de la Sociedad de Mont Pelerin en Suiza en 1947. Ambos con participación destacada de Mises y Hayek. Todo esto ayuda a explicar por qué la economía alemana ha sido, mucho antes que otras del capitalismo avanzado, un ejemplo en la búsqueda de sistemas de competencia perfecta y de extrema regulación monetaria; dos rasgos que, supuestamente, solo se habrían hecho dominantes en el mundo después del llamado consenso de Washington.

Así, lo que llamamos “modelo neoliberal”, es en realidad un híbrido de varios paradigmas económicos, con una difícil conducción política de la burguesía mundializada, desunida por conflictos hasta imperiales, pero unida por su convicción de exigirle más y más esfuerzos a los trabajadores. Es entonces fundamental que la izquierda de intención revolucionaria repare en que el neoliberalismo no ha actuado en contra de la economía de bienestar, sino desde su interior. Estas economías de bienestar supieron de su fracaso técnico en el momento mismo que reaparecieron las crisis económicas mundiales en 1973; pero ya palpaban su fracaso político cada vez que los trabajadores re-interpretaban el pacto de bienestar como la conquista de derechos que sobrepasaban al de propiedad, interpelando la supuesta neutralidad clasista del estado de derecho.

La fortaleza del neoliberalismo ha estado entonces en un punto que nos hemos negado a ver. Las políticas regresivas son tan evidentemente injustas, que solo nos hemos dedicado a criticarlas buscando cuál es el motor que las impulsa. En ese lugar hemos descubierto al neoliberalismo, pero en realidad son todas las escuelas económicas capitalistas las que se amalgaman para recomponer la acumulación de capital en medio de una crisis que es ya permanente. Por supuesto que el consenso de Washington tuvo un sello particular que podemos resumir en los cuatro pilares que más claramente afectan a Chile:

(a) privatización de empresas y servicios públicos;
(b) reducción del gasto fiscal como proporción del PIB;
(c) liberalización del comercio internacional;
(d) liberalización radical de los mercados de trabajo.

Sin embargo, si hay algo que el neoliberalismo le haya aportado a este consenso por sobre otras escuelas económicas, es una reflexión sobre las formas de neutralizar el imaginario de los derechos conquistados por el trabajo, o derechos sociales cuyo ejercicio tiende a diluir las mediaciones de la política modernamente entendida.

Para el liberalismo clásico el problema había sido fijar un límite lo más insalvable posible entre el ámbito del gobierno democráticamente elegido y el ámbito del mercado; en cambio, para los asesores de Erhard, como para el resto del neoliberalismo, el problema fue cómo gobernar la sociedad disponiendo cada punto de ella en favor de un crecimiento económico que presuponía al mercado como su mecanismo central y principio del bienestar para todos. Ya no se trataba de obtener el “menor gobierno posible” para que el mercado funcione por su cuenta; sino que se trataba de gobernar a la sociedad en función del mercado y para el crecimiento de la economía. Pero además, ya no se concebía al mercado como mero lugar de intercambio, sino fundamentalmente como espacio de competencia donde las desigualdades son condición de funcionamiento. Aún así, en todas las economías capitalistas centrales, y en menor grado en las periféricas, los salarios mejoraron sustantivamente su participación en el ingreso nacional, lo que generó un trágico espejismo político para las izquierdas, ya que no advirtieron que, de todas formas, el gran crecimiento económico mejoraba la correlación de fuerzas de los capitalistas con respecto a los trabajadores (aunque la torta estaba mejor repartida, las diferencias netas entre cada capitalista y cada trabajador se habían incrementado bárbaramente). Así, en cuanto la crisis mundial reapareció en 1973 ralentizando hasta la actualidad el crecimiento de las economías, la tendencia redistributiva se revirtió drásticamente, sobre todo en la escala mundial.

Fue entonces que el neoliberalismo de Chicago mostró que había trabajado de la mano con Friburgo y la Democracia Cristiana alemana (que, a la sazón, ya alternaba el gobierno con los socialistas, sin afectar el modelo). En ese contexto, la teoría del capital humano cobró relevancia para el control subjetivo de los trabajadores. Como el resto del neoliberalismo, esta teoría tiene un sólido desarrollo académico apoyado autorreferencialmente en avanzadas modelizaciones matemáticas que buscan establecer los comportamientos óptimos para el incremento del capital humano individual. La salud, la vivienda y sobre todo la educación, son presentadas como decisiones de inversión con que los individuos pueden incrementar su capital humano subsidiados por sus gobiernos. Con esta teoría, el acceso masivo al consumo resulta doblemente fundamental: como recompensa a las poblaciones que invierten adecuadamente su capital humano, y como medio para alcanzar la justicia, entendida como el adecuado establecimiento de los precios mediante las utilidades marginales de los bienes.

Pero los capitalistas no necesitaban del neoliberalismo para convencerse de que, en tiempos de reducción en sus tasas de ganancia, la recomposición de la acumulación debía iniciarse precisamente allí donde el capital se concentraba: sus propias arcas. Así, articulando las violencias efectivas del estado de derecho y de los estados de excepción, se obligó a los trabajadores y países pobres a transferir recursos a los patrones y a los centros capitalistas, para que se recompusieran los stocks de capitales y se relanzara un crecimiento económico que, como en Alemania, resarciría a aquellos trabajadores de su obligado sacrificio inicial. La historia cuenta que en su vista a Pinochet, el año 1975, Milton Friedman lo convenció de aplicar esta receta en Chile, pero -siguiendo el argumento anterior- el dictador ya comprendía que él, más que el premio nobel de economía, era quien había mostrado al mundo lo que debía hacerse para recomponer los stocks de capitales.

Esa recomposición implicaba no solo retrotraer las conquistas de los trabajadores, sino destruir sus organizaciones de lucha para operar una profunda precarización del empleo. Chile dio ejemplo mundial con un terrorismo de estado científicamente aplicado a esa tarea. Aún así, las resistencias obreras y populares se rearmaron conspirativamente, sobre todo aquellas vinculadas con experiencias de poder popular anteriores. Los países capitalistas centrales zigzaguearon en aplicar lo que mediante el FMI imponían en las periferias. En aquel interregno, y suplementando los problemas de gobernabilidad; las clases dominantes, decidieron dejar en un segundo plano estratégico a las averiadas disciplinas fordistas, e intentaron desarrollar otro régimen productivo conocido como toyotismo, posfordismo o paradigma de especialización flexible que entroncaba perfectamente con la teoría del capital humano.

Fue la correlación de fuerzas inmensamente favorable a los patrones, lo que permitió transformar esta teoría en un dispositivo que opera materialmente sobre la vida de los trabajadores. Se han establecido salarios variables a base de comisiones, bonos de productividad o incentivos por cumplimiento de metas. Las sobrejornadas laborales y el poli-empleo se incrementaron, acoplándose con las tradicionales prácticas de trabajo familiar y por cuenta propia. Un poderoso imaginario social dominante ha sido, al mismo tiempo, condición y resultado de estas disposiciones materiales que han afectado los sentidos atribuidos por los trabajadores a sus vidas.

4. Del capital humano a las fisuras en el imaginario del crédito y la deuda

Aplicando el consenso de Washington bajo estado de excepción, la burguesía chilena logró recomponer su acumulación capitalista con base, como siempre, en el sector primario exportador. No obstante, se vio obligada a licenciar políticamente al golpismo militar, incapaz de contener con su sola represión las desobediencias sociales y armadas que, en cierto grado, ya introducían la posibilidad de una excepción proletaria en la historia de Chile. Dicha excepción incipiente es palpable en el agotamiento del relato según el cual el pueblo chileno sería intrínsecamente institucionalista y ajeno al recurso de la violencia revolucionaria.

Con algo del dinero acumulado, más el vital concurso de la derrotada clase política chilena, se logró desactivar la desobediencia social. El pacto es bien conocido y abundan los adjetivos sobre él. Quedó entonces la tarea de proyectar la adhesión de las masas populares a ese pacto. El encadenamiento cooperativo de estas masas era el que ya producía, entre otras cosas, los bienes forestales, mineros, pesqueros, frutícolas, salmoneros que permitían la acumulación capitalista recompuesta. La expansión de los créditos de consumo, operó como fórmula virtuosa que permitió un robustecimiento del mercado interno -siempre beneficioso para el capital- con un bajo ritmo en el crecimiento de los salarios.

Un brillante político y pensador concertacionista se refirió posteriormente a esa expansión del crédito como “adelantos en la satisfacción de necesidades de los chilenos”. Con esto dio en el clavo del imaginario social radical que ha organizado a Chile en el último cuarto de siglo. Efectivamente, en la praxis de cualquier capitalista, un crédito consiste en un adelanto del valor que espera extraer de los trabajadores que manda. Los bienes que son relevantes para el capitalista (su ganancia) no existen materialmente en el momento en que el crédito le es otorgado, pero se confía en que por su superior capacidad de esfuerzo, mérito y talento, esos bienes llegarán a existir en los plazos previstos por el capitalista inversor y el financiero.

Esta lógica de los adelantos de valor, eficiente políticamente, constituye una aberración en cualquier análisis económico, más evidente aun en el caso de los créditos de consumo, a los que masivamente accedió el pueblo chileno desde los noventa. Los bienes a ser consumidos vía créditos ya existían, no se habían producido en Chile, pero se compraban con los valores producidos AL CONTADO por los trabajadores chilenos en minas, bosques, mares, pisiculturas, agroindustrias y los múltiples encadenamientos productivos asociados. He ahí el virtuosismo del imaginario concertacionista de los “adelantos en la satisfacción de necesidades de los chilenos”. De partida permite ocultar que la acumulación de capital en Chile ya ha sido recompuesta gracias a la riqueza producida -al contado- por los trabajadores; así se logra mantener, e incluso potenciar, la vieja significación imaginaria de que a “los ricos hay que cuidarlos para que sigan siendo ricos y puedan dar trabajo”.

Algunas otras significaciones de relevancia política derivadas directamente del imaginario del crédito pueden expresarse del siguiente modo:

(a) Los bienes y servicios consumidos con los créditos obtenidos por el pueblo no reflejan el trabajo actual de toda la sociedad popular, sino un trabajo futuro que se adeuda al capital.
(b) El capitalismo le expresa su confianza a cada sujeto, le comunica que ve su capital humano, y que confía en que lo invertirá provechosamente, es decir con una racionalidad estrictamente individual y egoísta.
(c) La ayuda que se pueda recibir de otros, no es a través de las relaciones sociales, ni mucho menos de luchas mancomunadas, sino a través de la confianza otorgadas por los bancos y retails.
(d) En comparación con el crédito, se advierte una menor eficacia de las luchas colectivas para resolver problemas. Se sospecha entonces de quienes promueven estas luchas. [“Para qué sindicalistas si hay ejecutivos de crédito”]
(e) Se propone una nueva forma de igualdad, que ni siquiera es la igualdad abstracta ante la ley, sino la igualdad de todos quienes deben pagar sus deudas, pequeñas o millonarias, para seguir siendo parte de la sociedad.

Otras significaciones imaginarias relevantes en el diseño político del neoliberalismo, podrían expresarse así:

(a) el éxito solo depende de auto-convencerse individualmente de que se es un ganador;
(b) sobreviene la culpa, la vergüenza y la rabia por no alcanzar esa condición de ganador y se oculta la insatisfacción con la vida que se lleva;
(c) todos esos sentimientos se canalizan agresivamente hacia los sujetos más cercanos y especialmente los más desfavorecidos (fascismo cotidiano);
(d) se asume la admiración por las clases dominantes en tanto portadoras de méritos y talentos que justifican su poder sobre la sociedad;
(e) surge la esperanza de desarrollar en sí mismos, o en los hijos, los talentos y méritos que permitan asimilarse a esas clases;
(f) aparece también el consuelo de poder asimilarse parcialmente a esas clases imitando –a crédito- algún segmento de sus estilos de consumo (vinos, viajes, ropas, vehículos, e incluso drogas);
(g) se asume la convicción de que no son esas clases las que abusan y se aprovechan de los esfuerzos de otros, (h) sino que, por el contrario, los que acosan a esas clases con demandas de redistribución, son unos despreciables que pretenden “vivir gratis” aprovechándose del esfuerzo de todos los demás.

Estas significaciones han sido resistidas en múltiples frentes, pero, hasta hace poco, se mantuvieron firmes gracias al dispositivo político del capital humano y su atribución de prestigio absoluto al esfuerzo y sacrificio individuales. Este mismo dispositivo del capital humano optimizado en el esfuerzo infinito, es la que ha comenzado a revertirse en contra del modelo y sus significaciones. Partiendo por los lugares de trabajo, se ha terminado constatando que la acumulación de riqueza en Chile se realiza con esfuerzos mínimos comparados con los esfuerzos de los de los trabajadores. Aun cuando las tradicionales familias millonarias de Chile han intentado adoptar un rictus de sobriedad y hasta de austeridad vinculada con su fanatismo católico; no pueden perder posiciones competitivas reduciendo sus altísimas tasas de ganancia. Por su parte, los nuevos millonarios y los estratos de altos ejecutivos y tecnócratas exhiben niveles de riqueza que ya difícilmente las familias trabajadoras imputan a un monto correlativo de esfuerzos o talentos superlativos. Casos como el de “La Polar” y la colusión de las farmacias, junto a la exposición de las ganancias fáciles de las Isapres y los bancos; han terminado por reventar las múltiples filtraciones de una especie de cañería insalubre. Frente a esto, las familias trabajadoras empiezan a sopesar que sus esfuerzos han sido enormes, y las pequeñas retribuciones suelen terminar exigiéndoles más esfuerzos todavía.

Sin duda, la mala calidad de la educación chilena y el brutal endeudamiento familiar que ella genera, están implicando la fisura que pone en mayor riesgo a las significaciones virtuosas del capitalismo en Chile. “Deuda o no deuda”, puede ser la cuestión de esta batalla capaz de parir nuevos imaginarios instituyentes. No se trata de abandonar el orgullo obrero por salir adelante y prosperar, sino de acrecentar ese orgullo asumiendo sin culpa los dolores y daños ocasionados por toneladas de esfuerzos todavía no reflejados en la vida.

Sabemos perfectamente que gran parte de las movilizaciones por derechos sociales se articulan fuera de los lugares de trabajo, pero las condiciones subjetivas que someramente hemos analizado, se forman de manera importante en la experiencia del trabajo. Allí es donde más directamente se destruye el mito, según el cual, aun faltarían más esfuerzos para producir la riqueza que sustente una educación pública gratuita y de calidad, viviendas confortables, oportuna y digna atención en salud, protección al medio natural y cultural, o integración y confort para las regiones del país. Las enormes mayorías nos encontramos subordinadamente acoplados a encadenamientos cooperativos productores de valor, y todos somos separados de una parte de ese valor. De esa separación depende la existencia del lucro y la ganancia, de modo que cuando se pide más esfuerzos para gozar de bienes sociales fundamentales, entendemos que se trata de esfuerzos para financiar ese lucro y esa ganancia.

Es por esta vía que las luchas populares recientes se han identificado con la reivindicación de derechos sociales. Con ellos, son las relaciones sociales y la vida en común las que aparecen ahora fundando un nuevo derecho inscrito en el movimiento de los pueblos y no en el palacio privado de los arcontes. La invocación a derechos sociales puede torcer la lógica política del estado capitalista moderno, al exigir que los frutos de la cooperación social sean gozados por la sociedad, sin mediaciones.

Esteben Ferreira Urrea
Miguel Urrutia Fernández

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